Mons. Castagna: “Se evita la guerra construyendo la paz”

Mons. Castagna: “Se evita la guerra construyendo la paz”

Corrientes (AICA): “Se han escuchado algunos cierres de campaña. ¡Cuánto exacerbamiento por parte de quienes debieran expresar una legítima diversidad! Sin duda ‘la paz no se logra con la guerra’. Nunca ha sido así, aunque se pretendan justificar los medios violentos para conseguir un estado de paz mediocre y condicionada, falsamente calificada como lograda y ‘definitiva’”, aseguró el arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, y agregó: “Sólo la gracia de Dios cambia al generador de la violencia armada y lo vuelve pacífico y fraterno”.
El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, aseguró que “la humildad se gesta en el corazón, en el silencio denso del encuentro, con una conciencia clara de los personales límites, dispuesto a reconocer las virtudes de los otros y perdonar sus errores”.

En su sugerencia para la homilía dominical, el prelado destacó que “de esta manera se produce un clima propicio para el diálogo y el esfuerzo común, con el propósito de construir un espacio apto para la reconciliación y la paz”.

“Se han escuchado algunos cierres de campaña. ¡Cuánto exacerbamiento por parte de quienes debieran expresar una legítima diversidad! Sin duda ‘la paz no se logra con la guerra’. Nunca ha sido así, aunque se pretendan justificar los medios violentos para conseguir un estado de paz mediocre y condicionada, falsamente calificada como lograda y ‘definitiva’”, sostuvo.

“Sólo la gracia de Dios -como lo expresa San Pablo: ‘es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen’- cambia al generador de la violencia armada y lo vuelve pacífico y fraterno. De ese cambio, que produce únicamente la gracia de Dios, dependen la paz verdadera y la felicidad del pueblo”, concluyó.

Texto de la sugerencia

1.- El trigo y la cizaña. El mal procede de una siembra dañina perpetrada por el enemigo. Esta expresiva parábola, que suelen utilizar - en la composición de sus discursos políticos - los señores del pensamiento moderno, presenta dos actores protagónicos: el dueño del campo, que sembró la buena semilla de la vida y su enemigo, que pretende destruirla con una siembra clandestina de mortífera calidad, clasificada como “cizaña”. Queda en evidencia que el dueño del campo, y sembrador de la buena semilla, es Dios. Ya sabemos quién es el enemigo, que intenta destruir el trigo con la cizaña. Como siempre, cada parábola constituye una descripción de la realidad. Su vigencia se fortalece a medida que el bien es desafiado por el mal. Los hombres, como aquellos labriegos al servicio del Señor del campo, quieren apresurar la destrucción de la cizaña. Ese intento es desaprobado prudentemente: “Los peones replicaron: ¿Quieres que vayamos a arrancarla? No, les dijo el dueño, porque al arrancar la cizaña, corremos el peligro de arrancar también el trigo” (Mateo 13, 28-29).

2.- No destruir el trigo por eliminar la cizaña. La historia humana es el campo sembrado de valores indescriptibles - el trigo - y maliciosamente contaminado por el mal. Como siempre, el mal hace más ruido que el bien, aunque su consistencia sea falaz y destinada, el día de la cosecha, a arder y ser destruida: “Dejen que crezcan juntos (la cizaña y el trigo) y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero” (Mateo 13, 30). La Palabra de Dios, que Cristo es y formula, viene al encuentro de los hombres de nuestro tiempo. Por lo mismo, no hay situaciones desesperantes. Las depresiones causadas por la impotencia, ante la injusticia y la criminalidad, encuentran su remedio en la acción redentora de Cristo. Será preciso ponerse bajo su influjo silencioso y esperar pacientemente el día de la cosecha, para que el mal sea del todo erradicado y el bien depositado en los corazones dispuestos para contenerlo y participarlo. ¿Cómo lograrlo en medio del avasallamiento que parece promover el mal, en sus formas más seductoras y sofisticadas?

3.- El poder de la gracia. Siempre me admiraron los grandes que, considerándose pequeños, atribuyeron su formidable potencial exclusivamente a la gracia de Dios: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí… aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1 Corintios 15, 10). Es el gran San Pablo. Cuatro siglos después confesará lo mismo San Agustín, considerado el Doctor de la gracia. El super ego, al que aspiran indisimuladamente los hombres y mujeres de nuestro tiempo, incapacita para restablecer la sabiduría y el orden personal y social. Siempre son los humildes quienes reciben las preferencias de Dios y de los hombres. Si echamos una mirada retrospectiva en la historia comprobaremos el cumplimiento de la advertencia evangélica: “Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lucas 14, 11). Nos basta observar los acontecimientos de la actualidad - y sus protagonistas - para confirmarlo. Es de lamentar que el error se repita, a pesar del evidente agravamiento de sus consecuencias políticas y sociales.

4.- Se evita la guerra construyendo la paz. La humildad se gesta en el corazón, en el silencio denso del encuentro, con una conciencia clara de los personales límites, dispuesto a reconocer las virtudes de los otros y perdonar sus errores. De esta manera se produce un clima propicio para el diálogo y el esfuerzo común, con el propósito de construir un espacio apto para la reconciliación y la paz. Se han escuchado algunos cierres de campaña. ¡Cuánto exacerbamiento por parte de quienes debieran expresar una legítima diversidad! Sin duda “la paz no se logra con la guerra”. Nunca ha sido así, aunque se pretendan justificar los medios violentos para conseguir un estado de paz mediocre y condicionada, falsamente calificada como lograda y “definitiva”. Sólo la gracia de Dios – como lo expresa San Pablo: “es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…” (Romanos 1, 16) - cambia al generador de la violencia armada y lo vuelve pacífico y fraterno. De ese cambio, que produce únicamente la gracia de Dios, dependen la paz verdadera y la felicidad del pueblo.+

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